APARTHEID EDUCATIVO CANARIO



La aprobación de la orden del 22 de Mayo por la que se regula el proceso y la constitución de las listas de empleo de personal docente  interino de la Comunidad Autónoma de Canarias, pone fin a un proceso emprendido por la Consejeria de educación con el decreto de julio del 2010.
Probablemente sea legal la aprobación de una orden en las mismas fechas en las que se están realizando unas elecciones y por ende los cargos electos y ejecutivos de la citada consejeria ya están en funciones, pero no deja de ser considerada, a mis ojos y recordando a Kierkegaard, como un acto de opacidad que es el rasgo típico de lo demoníaco.
Si bien es cierto que la sujeción a la legalidad es un principio básico de nuestro sistema de convivencia, no es menos cierto que éste apunta de forma directa al embridamiento del poder que se deslegitimaría si esa sujeción se limitara al puro formalismo del taparrabos legal destinado a cubrir “las flácidas partes pudendas” del poder, que diría U. Eco. La legitimidad democrática es otra cosa y tiene más que ver con la legitimidad de ejercicio realizada con luz y taquígrafos que con un formalismo procedimental que olvida lo esencial: el carácter sustantivo de los derechos en juego.
El equipo dirigente de la Consejeria de Educación ha tenido diez largos meses para publicar la citada orden, pero decide hacerlo justo el día en el que las elecciones se están celebrando y el conjunto de la administración está en funciones. Resulta difícil sustraerse a la idea de que estamos ante una solución apresurada y vergonzante más que ante un acto administrativo bien pensado y orientado exclusivamente al servicio de los intereses generales, que es el fin que debe guiar siempre los pasos de la función pública con la objetividad e independencia exigidas por mandato constitucional (art. 103.1, C.E.)
Las palabras conmueven pero los ejemplos arrastran, y si es importante lo que se dice, lo que realmente es relevante es lo que se hace, la ética de los hechos: es la que confiere legitimidad moral al hecho político. Esta legitimidad que está basada en el respeto a los principios de igualdad y libertad que recoge en el art. 9.2. de nuestra Constitución, traza un cierto horizonte utópico al obligar a los poderes públicos a crear las condiciones favorables y a remover los obstáculos que impiden que esos valores superiores de nuestro ordenamiento sean reales y efectivos: porque son su fundamento y la base de nuestra convivencia, y han de regir, por consiguiente,  toda acción política.
La acción política no puede conculcar esos valores que actúan como fundamento y límite de las normas concretas pues estaríamos creando desigualdad y favoreciendo a unos ciudadanos sobre otros. El conjunto de nuestras administraciones públicas están maniatadas, repito, para remover los obstáculos, debiendo crear las condiciones favorables para que sean reales y efectivas la igualdad y la libertad del individuo y de los grupos, es decir, de la ciudadanía.
La orden en cuestión culmina un proceso de reformas de una situación altamente desigual y jurídicamente irregular, basada en las prioridades, prebendas y beneficios de unos ciudadanos sobre otros, que se derivan de unos pactos políticos-sindicales cocinados al rescoldo de una legitimidad más que discutible y cuyo efecto visible más sangrante es que, de hecho, suponen una descalificación del personal docente y un deterioro del sistema público educativo que se pretende defender.
En definitiva, el sistema producía un apartheid educativo que premiaba a unos pocos marginando a otros muchos. El anuncio de reformas fue acogido por los sectores progresistas con expectativas e ilusión. Expectativas que fueron decayendo en la medida que pasaban los meses y que se veían los procesos negociadores con los llamados sindicatos.
El poder político mandatado para la defensa de los intereses generales y el bien común no supieron o no quisieron dar la batalla hasta el final traicionando así la soberanía popular y condenando a varias generaciones de jóvenes y competentes canarios que ven frustradas sus expectativas y que asisten hieráticos ante un sistema que prima la incompetencia frente a capacidad. Una política que habla de competitividad y premia la vaguearía, el conformismo frente a inquietud intelectual y las ganas de superación, la demagogia frente a la política como elemento de transformación social.  
Una orden que perpetúa un sistema dual en el que el criterio fundamental es la antigüedad, denigrando el esfuerzo de las personas que han creído en el sistema y a pesar de las desiguales condiciones en las pruebas objetivas han conseguido superar las mismas y ahora se encuentran que la antigüedad les pasa por delante, cerrándoles la puerta, porque el criterio fundamental no es el esfuerzo realizado, la capacidad demostrada, o la disciplina y el sacrificio, sino la “antigüedad”.
Antigüedad fundada no en la creatividad, ni en la disciplina, ni el interés intelectual o las ganas de superación, sino en la  capacidad de aguantar lo que le echen. Antigüedad que refuerza la desidia y el muy consabido dicho español “a mi que me pongan donde haíga”.
Ha vencido la picardía, la cortedad de miras, el regate corto, y ha perdido la democracia, la política y los jóvenes bien preparados que tendrán que poner rumbo al océano.
Con un gobierno en funciones la consejeria se ha lanzado a sacar listas, normativas, inscripciones de alegaciones etc. en un momento en el que es más que previsible el cambio del actual equipo dirigente e incluso el cambio de color de la citada consejeria.
La muy recomendable no parálisis de las instituciones por los procesos electorales no puede justificar ese extraño activismo máxime cuando han tenido diez meses para ejecutar esos cambios, lo que hace sospechar que la citada orden está pactada con las diferentes fuerzas políticas con representación parlamentaria, lo que hace presagiar que tendrá una larga vigencia y vendrá a terminar de rematar al maltrecho sistema público educativo.
Si la democracia supone también exigencia de responsabilidades en el ejercicio del poder, habría que pensar en que medida las actuaciones realizadas por los representantes públicos que producen lesiones de los derechos fundamentales de los ciudadanos son exigibles no sólo a la administración en cuestión, sino de forma individual también a los ejecutores de esa política. El concepto anglosajón de accountability -el “rendir cuentas” español- existe, pero ¿puede exigirse de forma individual a las personas que, en el ejercicio de su actividad pública, han lesionado esos derechos?.
En nuestro ordenamiento es posible exigir responsabilidad: existe la responsabilidad penal –que es individual-, la responsabilidad patrimonial de las administraciones por daños causados (que puede alcanzar también al funcionario individual que, como órgano de la admón., actuó torpemente dañando a los administrados). Pero el formalismo jurídico facilita, sin duda, la escapada en ciertas ratoneras. Por eso quizá la responsabilidad más eficaz y que más duele es la política; ésa se exige a plazo fijo y en fechas como la del 22M.
Los ejecutivos de la empresa privada responden personalmente de sus errores: ¿no seria razonable que los dirigentes públicos hicieran otro tanto? Sería democráticamente muy recomendable, pero está por ver qué piensan los institucionalmente influyentes (políticos y sindicalistas) sobre esta idea de trasladar a lo público las buenas prácticas de la empresa  privada…

Comentarios

  1. Increíble pero cierto. Das en el clavo.

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  2. Es un arreglo a medias. Deja muchas listas fuera de reordenación, al no haber tenido oposiciones. No reconoce tu historial de aprobados sin plaza (hay gente con dos, tres y hasta cuatro aprobados sin plaza), mientras reconoce el demérito de suspender una oposición, pues puntúan tanto aprobados como suspensos por esta circunstancia. Es mejor que lo que teníamos pero no bueno ni justo.
    Aprobado sin plaza en varias ocasiones

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