Parlamento y ciudadanía (II)




En una democracia la ciudadanía no puede percibir a sus representantes públicos como un problema para el desarrollo democrático. Si esto fuese así, staríamos poniendo en cuestión la esencia misma de la democracia. La muy extendida percepción de que los partidos políticos no son hoy instrumentos eficaces de participación social, sino más bien instrumentos de ascenso social, que favorecen a los arribistas que han convertido la política en su oficio, genera grandes problemas para los que seguimos considerando que los partidos políticos son piezas fundamentales en nuestro engranaje democrático. Hay una discusión generalizada sobre la capacidad de nuestros representantes políticos, que lejos de conocer los mecanismos mismos de una administración deben rodearse de una pléyade de cargos de confianza política, que son igual o más ineficaces que los primeros. Ésta nos está provocando dudas considerables sobre la eficacia de nuestras administraciones para resolver los problemas de la ciudadanía. Los recortes en nuestras administraciones no deben dirigirse a reducir los gastos en servicios públicos fundamentales, sino a adelgazar las plantillas de indolentes comisarios políticos cuyos únicos méritos son el número de años de militancia en el partido en cuestión o el número de favores que le debe el político que lo nombra. Esto es hoy un clamor popular que los partidos deben resolver de forma inmediata sino quieren que su legitimidad y por ende la democracia quede seriamente lesionada. Por otro lado, la diversidad de administraciones actuando sobre un mismo territorio, léase cabildos, ayuntamientos, Gobierno autónomo y Gobierno central, está generando duplicidad y confusión en los servicios a la ciudadanía.

Las vanidades y liderazgos personales han llevado a las administraciones locales al borde del paroxismo, convirtiendo a éstas en mini-ministerios, cualquier alcalde o alcaldable que se precie debe tener su propia agencia de desarrollo local, su propio programa de cooperación internacional, su agencia de empleo o su gabinete de Alcaldía; porque de no ser así carecería de la suficiente representación institucional para ejercer influencia en su propio partido. Esto no tiene nada que ver con la eficiencia institucional y sí mucho con el criterio de que el que más manda es aquel que más presupuesto/deuda maneja, pero esto no tiene relación con la mejora de la calidad de vida del ciudadano, ni con la reducción de las desigualdades. A  la ciudadanía no le interesa que la gestión del desempleo la haga la Comunidad Autónoma o el Cabildo, lo que desea es que sea eficaz. La acción es lo que discrimina a un buen político de un cantamañanas. El poder es un complejo entramado lentamente hilado sobre la base de alianzas y codependencias entre líderes locales, isleños y grupos económicos y políticos que reclaman su parcela. Equilibrar éstos y no perder el norte del interés común es una ardua y difícil tarea que requiere talentos y talantes, pero también fortalezas. Las cosas están cambiando rápidamente y las elecciones no son un fin sino un principio. El ejercicio democrático exige que los mejores sean los llamados al ejercicio público, y una ciudadanía activa que hoy no se encuentra mayoritariamente en los partidos, sino en redes sociales, está suponiendo un giro copernicano en las formas de representación y de acción. No atender estas formas de manifestación ciudadana y los altísimos niveles de cansancio de la población de sus políticos es no querer dirigir la mirada para no actuar

Nuria Roldán












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